En un momento inicial es necesario hablar, denunciar, escribir. Así empieza el camino. Pero si de veras ansiamos un cambio, en un momento de la marcha esto deberá ser apenas el complemento, no el plato fuerte. Habrá llegado el tiempo de las conductas. O nada cambiará y terminaremos diciendo escépticos, como alguna vez lo hizo James Joyce: “Si no podemos cambiar de país, cambiemos de conversación”.
¿Qué son conductas? La respuesta a esta pregunta puede abrir un abanico sorprendente. Veamos cuándo y cómo, de qué maneras reales y accesibles, un hombre cambia una conducta y, por lo tanto, ayuda a la transformación de un paradigma:
Un hombre que tiene prioridad y tiempo para atender a sus hijos, para preguntarles y escuchar, para compartir experiencias con ellos, que participa activamente de la crianza de esos hijos, aunque eso signifique postergar un ascenso profesional o resignar un ingreso, cambia de conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que se niega a morir o a matar en una guerra y afronta las consecuencias de esa decisión, cambia una conducta, ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que, en cualquier actividad (ya fuere comercial, política, deportiva, militar, económica, organizacional, investigativa, científica, tecnológica, cultural o sanitaria) se niega a cumplir órdenes o mandatos inmorales, fuera de ética, corruptos, que dañen a otros, a cualquier ser vivo o al medio ambiente, aunque esa negativa tenga consecuencias económicas o curriculares, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que respeta las leyes y las normas, aunque le obstaculicen el camino o se lo alarguen, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que se niega a que la corporación que lo contrata pretenda comprarle la vida con el salario y que hace respetar sus horarios, sus ideas, sus necesidades y sus espacios personales, cambia una conducta y transforma un paradigma.
Un hombre que cuando siente que ama dice “Te amo”, y traduce su amor en actos y no cree que eso lo convierte en un sometido, cambia una conducta y a ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que reconoce cuándo no puede, o cuándo no sabe o cuándo ha sido vencido en buena ley, así fuere en los negocios, como en el deporte, en el amor o en la política, y que no prepara su revancha como primer objetivo, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que actúa en política y no vende sus sueños, sus utopías o su proyecto para un bien común, aunque eso signifique tener menos poder, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que no se vanagloria de victorias deportivas obtenidas a cualquier precio (trampas, violencia, doping, influencias de poderes externos, soborno), que no acepta esos precios y que los denuncia, cambia una conducta y transforma un paradigma.
Un hombre que ve en las mujeres algo más que una vagina, un par de pechos o un par de piernas que sostienen unas nalgas turgentes, un hombre que respeta lo diferente de lo femenino y se interesa por conocerlo y honrarlo, un hombre que para ser fuerte no necesita una mujer débil, que para ser sexualmente activo no necesita una mujer sexualmente inerte, que para ser tierno no necesita que su mujer sufra, que para valorizar su modo de ver el mundo no necesita descalificar el de la mujer que está con él, un hombre que pueda escuchar a la mujer sin interrumpir y sin verse obligado a dar respuestas y soluciones, un hombre que se atreve a mostrar a su mujer sus capacidades e incapacidades, su inteligencia y su estupidez, su fuerza y sus flaquezas, su capacidad sanadora y sus heridas, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que acompaña el crecimiento de sus hijos y les transmite confianza y admiración, sin desvalorizarlos cuando ellos se equivocan en la búsqueda o no se amoldan a la expectativa de él, que incluso los autoriza a equivocarse, que los guía con límites firmes y afectuosos y que les garantiza con actos el carácter incondicional de su amor, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que elige a su mujer y que, mientras las razones profundas de esa elección sigan vigentes, la honra siéndole fiel y confiando a su vez en ella, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que se autoriza a cambiar su vocación cuando una voz interior se lo pide, que se permite ganar menos y disfrutar más, que puede verse desnudo, sin el traje de su oficio y profesión, y disfruta de lo que ve, que no posterga sus prioridades espirituales y emocionales en nombre de la exigencia productiva, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que no arma su identidad según el juicio, el gusto y la opinión de los otros (en especial cuando los otros son personas atadas al paradigma machista), sino que se permite seguir sus gustos y atender sus necesidades, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que renuncia a actividades depredadoras como la caza, el tiro, la tala indiscriminada, la modificación injustificada de paisajes, la construcción destructiva y contaminante, y que se propone respetar todas las formas de vida existentes, cambia la conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre respeta límites de velocidad, que no sale a la calle a imponerse, que no usa su auto como un arma, que aprende a ir más lento aunque llegue más tarde, que no cambia su coche frecuentemente sólo para demostrar su poder, y para disimular sus inseguridades, que se priva, de esa manera, de contribuir al consumo estéril, derrochador y contaminante, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que se preocupa por su salud y le da un espacio no marginal en su espectro de ocupaciones, para que de ese modo no sean otros (su familia, la sociedad) los que tengan que cargar con las consecuencias, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que se niega a ser manipulado por quienes le generan falsas necesidades, lo incitan a la competencia fatua, o pretenden seducirlo con ilusiones de poder o identidad, y se niega a rendirse ante el consumismo obsceno, descarado, depredador y contaminador de la sociedad contemporánea, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que abre espacio en su vida para las exploraciones, las preguntas, las búsquedas y las experiencias espirituales (no necesariamente religiosas), cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que, en su vocabulario y conversaciones de todos los días, se niega explícitamente a usar palabras como matar, robar, joder (a otros), usar (a otro), coimear o zafar (entre otras afines) y que se propone concientemente incluir términos como amor, amar, ayudar, pedir, comprender, perdonar, escuchar, aceptar, acariciar o esperar, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que se preocupa menos por la economía y la tecnología y más por la mitología, puede conocer la cantidad de dioses fabulosos que habitan en cada varón, las enormes riquezas y potencialidades físicas, emocionales, psíquicas y espirituales que éstos representan, la enorme pobreza interior que sobreviene cuando esos dioses están dormidos o ignorados y la energía creativa que transmiten cuando se los despierta y convoca. Un hombre que, sólo o con otros hombres, se propone descubrir los dioses y mitos que lo habitan y los conecta con su vida cotidiana, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que aprende a jugar para divertirse y confraternizar, para intercambiar el estimulante sudor del esfuerzo compartido, que deja de hacer de cada juego (fútbol, tenis, básquet, hockey, etc.) un campo de batalla, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que admite sus límites, que se detiene en donde éstos comienzan y que da lo mejor de sí antes de alcanzarlos, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que compite para superarse en primer lugar a sí mismo, antes que para batir, imponerse o humillar a otro, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que hace de otro hombre su confidente espiritual y su apoyo emocional, que aprende a escuchar el corazón de otro varón sin cuestionarlo, sólo recibiéndolo, y que aprende a abrir el suyo y a depositarlo en las manos de otro varón, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que rechaza explícitamente (de palabra y en actos) la conducta o el discurso machista de otros hombres, así éstos sean sus amigos, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que vive de acuerdo con los valores que predica en lugar de predicar valores que no ejerce, un hombre que traduce su amor en hechos concretos de amor, su honestidad en hechos concretos de honestidad, su sinceridad en hechos concretos de sinceridad, su austeridad en hechos concretos de austeridad, su compasión en hechos concretos de compasión, su solidaridad en hechos concretos de solidaridad, su aceptación en hechos concretos de aceptación, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Un hombre que puede poner límites sin ser violento, un hombre que (ante su mujer, sus hijos, sus amigos, sus hermanos, sus subordinados, sus superiores o ante los desconocidos) puede ser firme y suave, claro y confiable, emprendedor y receptivo, cambia una conducta y ayuda a transformar un paradigma.
Nosotros, los monos
Cuantos más ejemplos se dan, más ejemplos acuden a la mente. Cada varón puede traducir todas las propuestas anteriores a sus propias vivencias de cada día y puede agregar, desde su propia experiencia masculina, nuevos aportes. Cuantos más hombres, durante cada jornada, protagonicen más cambios en sus actitudes y acciones, mayor cantidad de transformaciones serán perceptibles en el universo que compartimos. En 1981 el biólogo inglés Rupert Sheldrake desarrolló su hipótesis del Mono Cien, una verdadera revolución del pensamiento cuántico. Se basaba en una experiencia efectuada a lo largo de treinta años en un archipiélago japonés. Allí los científicos que estudiaban colonias de monos arrojaban papas en la playa para que los monos se alimentaran, y seguían viaje sin desembarcar para no molestar a los animales y no entorpecer la observación de sus conductas. Los monos comían las papas con la cáscara cubierta de arena; no siempre les gustaban, muchas veces las dejaban. Así fue hasta que un día Imo (una monita de dieciocho meses) lavó la papa en el agua. Limpia de arena, era más sabrosa. Le enseñó el truco a otros monitos, éstos lo transmitieron a sus madres, y éstas a otros monos adultos. Al poco tiempo todos los monos de esa isla lavaban las papas. No pasó mucho antes de que todos los monos de todo el archipiélago lo hicieran, a pesar de que no había contacto visual entre cada isla y las otras. Sheldrake habló del Mono Cien al referirse al momento clave de la transformación colectiva. Podríamos llamarlo masa crítica. Cuando llegó a haber un número suficiente de individuos repitiendo una conducta, ésta se hizo propiedad de la especie, se convirtió en algo natural.
Según Sheldrake, cuando una conducta es sostenida durante suficiente tiempo y por una suficiente cantidad de individuos, se constituye un campo mórfico, un espacio virtual y sincrónico en el cual se acumulan y conforman todas las experiencias previas de la especie que, de ahí en más, actuará naturalmente de esta manera, y ya no necesitará aprenderlo. La novedad será heredada de manera natural por las próximas generaciones. De esto hablaba, a su manera, Carl Jung cuando describió el inconsciente colectivo. El biólogo sostiene que la idea de los campos mórficos vale para todas las especies, y también para las moléculas de proteínas, para los átomos o para los cristales.
Cambiar el paradigma de la masculinidad tóxica requiere, pues, la repetición de ciertas conductas de un modo sostenido y creciente, el compromiso con una actitud y la convocatoria, hombre a hombre, a que más varones lo hagan. Se trata de crear el campo mórfico de la masculinidad sanadora, nutricia, compasiva, amorosa, fuerte, creativa. ¿Lo que hacen los monos es imposible para los hombres? Probablemente no, siempre y cuando los varones asuman la tarea transformadora con su energía mítica de Guerreros. Estos guerreros no van a ningún campo de batalla exterior, no van a matar, a destruir ciudades y vidas, en nombre de su dios, del petróleo o de una cínica versión de lo que llaman “paz”. El Guerrero interior, mítico, de cada varón afronta otra odisea. El místico hindú Osho lo definió de esta manera: “Habrá numerosos enemigos internos, pero no habrá que matarlos ni destruirlos; tienen que ser transformados, tienen que ser convertidos en amigos. La rabia tiene que ser transformada en compasión, el deseo en amor y así con todo. Por eso no es una guerra, pero un hombre necesita ser un guerrero”
Una de cobardes y valientes
No ignoro que las ideas y propuestas que vengo desarrollando en este capítulo pueden ser recibidas con sonrisas y comentarios irónicos, cínicos o escépticos. No ignoro que me caerán calificativos como “ingenuo”, “inocente” o, en el mejor de los casos “idealista”. En el universo del cinismo materialista, “idealista” se ha convertido en un término peyorativo. No ignoro que, en su mayoría, el escepticismo y la sorna provendrán de hombres. Y será así porque para internarse en la transformación del modelo masculino hegemónico y vigente, se necesita de un coraje que no se aloja en los músculos (aunque, llegado el caso, también se lo podrá encontrar allí), ni en los testículos (después de todo, nacer con testículos no es un logro, sino apenas un accidente biológico, tanto como nacer con ovarios). Se trata de un coraje espiritual, profundo, que abarca a todo el ser y que se desarrolla junto con la propia conciencia. Es un coraje que nos rescata del vacío existencial, nos lleva a construir vidas con sentido y trascendencia, nos permite fundar, en el día a día, una razón para nuestro paso por la vida.
Todos los hombres tienen testículos, pocos hombres tienen coraje espiritual. Lo primero viene de fábrica, lo segundo se construye. Duirante su edificación se cambia y se mejora al mundo. Se puede pasar por la vida sin coraje espiritual, ello no impide ganar dinero, coleccionar autos y mujeres, tener mucho poder, estar arriba entre los top ten de la economía, la política, el deporte, la tecnología, el sexo genital, la guerra. No se necesita coraje espiritual para responder a los mandatos de una masculinidad empobrecedora y limitante. No se necesita coraje espiritual para ser macho. Sólo basta con ser obediente. Y muy temeroso, casi un cobarde. Temeroso de las consecuencias de elegir, de decir no, de seguir un camino propio, de conectarse con el propio mundo emocional, de pedir, de comprometerse, de entregarse, de confiar, de amar. El paradigma masculino hoy vigente intoxica al mundo y a la vida en todos los aspectos. Forma hombres cobardes. Va contra la vida.
Transformar ese paradigma no es una tarea que puede esperar. No viene después de solucionar problemas políticos, sociales o económicos. Viene justamente antes. Porque los grandes problemas que aquejan hoy al planeta y a las personas en su vida y sus vínculos cotidianos tienen una poderosa raíz en ese paradigma. Proponer su transformación y proponer las conductas que la faciliten no es una muestra de ingenuidad. Es una prioridad. El cambio lo necesita la humanidad en su conjunto. Pero no lo producirá la humanidad en su conjunto. Entrevistado por Sebastián Dozo Moreno en el diario La Nación, de Buenos Aires, el alemán Günther Jakobs, doctor en leyes y una de las máximas autoridades mundiales en teoría del derecho, confesaba que “No tengo esperanza en el mejoramiento de las sociedades modernas, pero sí creo en las esperanzas privadas de cada persona”. Aunque el tema excede a este libro, coincido con esa creencia. De acuerdo con los paradigmas con que hoy vivimos, cuando los individuos se disuelven en categorías como pueblo, electorado, masa, hinchada, público, mercado, clientela, admiradores, consumidores, audiencia, ejército o, para éste caso específico, hombres, las energías más oscuras, los instintos más atávicos, las creencias más siniestras y depredadoras (tanto en lo material como en lo espiritual) parecen emerger y desplegarse. La humanidad parece transitar aún un estadio muy precario, muy primitivo de la evolución de su conciencia. En este estadio, cuando se sale del plano personal y se pasa a lo colectivo, la instancia grupal suele ofrecerse como un espacio de impunidad insalubre antes que de comunión fecunda. Las instancias colectivas no son, aún, escenarios transpersonales, que permiten extender lo propio hacia una totalidad creativa, fecunda y trascendente. Habrá, quizá, un momento en que así ocurrirá, en que cada ser humano se reconocerá como parte de una totalidad que lo trasciende y que, al mismo tiempo, necesita de su singularidad para existir. Como sucede con las células de nuestro cuerpo. Cada una es única, unidas dan forma al organismo, el organismo no existe sin ellas ni ellas sin él. Pero no es éste el momento. Hoy, la mayoría de las veces, los espacios masivos no recuerdan a células que crean nuevos y sanos organismos. Parecen, en cambio, tumores.
Por eso, acaso, cada hombre cuya conciencia despierte, cada varón en el que aparezca su propia necesidad individual e intransferible de transformarse, se convertirá (si lo hace) en agente de un cambio que ya es impostergable. Al paradigma masculino tóxico lo cambiarán hombres de carne y hueso, individuos que, en sus vidas cotidianas, en las experiencias reales y accesibles de su diario existir, comiencen a actuar de manera diferente, apartándose de mandatos insalubres para su vida física, psíquica y espiritual, para la de sus seres cercanos y queridos y para la del planeta. Cada hombre que cambie una de sus conductas hará cambiar al modelo. No será al revés. No habrá primero un cambio de paradigma. Habrá primero una transformación en las personas. O pereceremos intoxicados.
La esperanza sólo podrá tener el rostro de cada hombre que asuma la responsabilidad de la transformación. Serán rostros anónimos. Serán los que fueren. Cuando lo hagan. Mientras aún quede tiempo.